miércoles, 6 de agosto de 2014

Retrato de un antisemita por Jean Paul Sartre

Si un hombre atribuye total o parcialmente las desgracias de su nación o su propia desgracia a la presencia en el país de una comunidad judea, si se propone remediarlo privando a los judeos de algunos de sus derechos, apartándolos de algunas funciones económicas y sociales, expulsándolos del territorio o exterminándolos a todos, se dice que tiene opiniones antisemitas.

Esta palabra opinión hace pensar. Se puede tener una opinión sobre casi cualquier cosa. El antisemita, en nombre de la democracia, en nombre de la libertad de opinión, reclama el derecho de predicar dondequiera su cruzada antijudea. Me niego a llamar opinión a una doctrina que apunta expresamente a determinadas personas y que se propone suprimirles sus derechos o a exterminarlas. El antisemitismo no entra en la categoría de pensamientos protegidos por el derecho de libre opinión. El antisemitismo se diferencia mucho de otros pensamientos normales.

Es, antes que nada, una pasión. El antisemita siente repulsión hacia el judeo como se siente repulsión, entre otras comunidades, hacia el negro o el chino.

Y esta repulsión nace del espíritu, es un compromiso del alma, no de la experiencia; es un compromiso tan profundo y total que se extiende a lo fisiológico, como en el caso de la histeria. La indignación del antisemita proviene de haber asumido de antemano un concepto negativo del ser judeo, de su naturaleza y de su papel social. No es su propia experiencia la que engendra su visión negativa del semita; es el prejuicio el que exacerba su sentimiento. Si el judeo no existiera, el antisemita lo inventaría.

Ningún dato histórico puede inculcar en el antisemita su antisemitismo. En Francia, la comunidad judea fue oprimida hasta 1789, después participó como pudo en la vida de la nación aprovechando la libre competencia para ocupar espacios, ni más ni menos que los otros franceses; no cometió crimen ni traición contra Francia. El antisemitismo expresa una postura de odio y de rabia no justificado por los hechos. Otros hombres buscan certezas gimiendo, saben que el razonamiento es únicamente probable.

El antisemitismo es una certeza, una fe. La frase “odio a los judíos” es de las que se pronuncian en grupo; al pronunciarla se adhiere a una tradición y a una comunidad, la de los mediocres. Para el antisemita la inteligencia es judea; puede, pues, despreciarla con toda tranquilidad como a otras virtudes judeas.

El antisemita huye de la responsabilidad como huye de su propia conciencia, y escoge para sí la permanencia de la piedra. Escoge lo irremediable por temor a la libertad, la mediocridad por temor a la soledad. Necesita la existencia del judeo pues, sin el judeo, ¿ante quién sería superior? Interroguemos a uno de esos jóvenes turbulentos que se juntan para golpear a un judeo en una calle desierta: nos dirá que desea un poder fuerte que lo exima de la responsabilidad de pensar por sí mismo; que adora el orden, pero un orden sin responsabilidad, desea una libertad al revés. La libertad autentica asume sus responsabilidades y la del antisemita proviene de que se sustrae de todas las suyas. Enemigo de los judeos, el antisemita necesita de ellos; antidemócrata, el antisemita florece muy bien en las democracias.

El antisemita teme descubrir que el mundo está mal hecho; en ese caso sería necesario inventar, modificar, y el hombre sería dueño de su propio destino, dotado de una responsabilidad angustiosa e infinita. Por eso concentra en los judeos todo el mal del universo.

El antisemita es un maniqueo: explica la marcha del mundo por una pelea entre el bien y el mal y pone el acento en la destrucción; el bien consiste, ante todo, en destruir al mal. El bien ya está dado, no hay que buscarlo en medio de la angustia, inventarlo, discutirlo pacientemente cuando se lo ha encontrado, probarlo en la acción, verificar sus consecuencias y hacerse finalmente responsable de la elección moral que se ha hecho. El antisemita se ha decidido por el mal para no tener que decidir sobre el bien. Como buscador del mal, el antisemita se lava las manos en la mugre.

Nada comprenderíamos del antisemitismo si no recordásemos que el judeo, objeto de tanta execración, es perfectamente inocente y, me atrevo a decir, inofensivo. Es un ser que, mal preparado para la violencia, ni siquiera logra defenderse. Esta debilidad individual del judeo, que lo entrega de pies y manos a los pogromos, no la ignora el antisemita y se deleita anticipadamente con ello. El atractivo sádico hacia los judeos es tan fuerte que le permite pegarles y torturarlos impunemente; a lo sumo la víctima acudirá a las leyes, pero las leyes son suaves. Destructor por oficio, sádico de corazón puro, el antisemita es, en el fondo de su corazón, un criminal. Lo que desea, lo que prepara, es la muerte del judeo.

Pero aún en su propósito criminal ha rehuido sus responsabilidades. Se sabe malo, pero como supone hacer el mal por el bien, se considera una especie de malo sagrado. Del otro lado del antisemita está el demócrata que proclama la igualdad de todos los seres humanos, no conoce al judeo, ni al árabe ni al negro. Conoce únicamente al hombre, en todo tiempo y lugar igual a sí mismo. Por eso el antisemita y el demócrata siguen hablando sin entenderse nunca, ni advierten que no se refieren a las mismas cosas. Para el antisemita la avaricia judea no es la misma que la avaricia cristiana. En cambio para el demócrata la avaricia es una sola: se es o no se es avaro. De ello se deduce que su defensa del judeo salva al judeo como hombre pero lo aniquila como judeo. Frente al ataque apasionado del antisemita y la tibia defensa del demócrata, parece que al judeo sólo le queda elegir la salsa con la que habrán de comérselo.

El antisemita es un hombre que tiene miedo. No de los judeos, por cierto: de sí mismo, de su conciencia, de su libertad, de sus instintos, de sus responsabilidades, de la soledad, del cambio, de la sociedad y del mundo; miedo de todo, menos de los judeos. Es un cobarde que no quiere enfrentar su cobardía; un asesino que reprime su tendencia al homicidio sin poder refrenarla y que, sin embargo, no se atreve a matar sino indirectamente o en el anonimato de una multitud. Elige la impenetrabilidad de la piedra, la irresponsabilidad del soldado que obedece órdenes superiores (y no tiene un superior). El judeo, para él, es un pretexto; en otros países perseguirá al negro, en otros, al amarillo. El antisemitismo, en resumen, es el miedo ante la condición humana. El antisemita es el hombre que quiere ser peñasco implacable, torrente furioso, rayo devastador; todo menos un hombre.

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